La columna literaria de Magdalena Giorgio

La joven escritora concordiense nos regala un relato de cuarentena colmado de amor y empatía.

Hasta ese momento no supe la clase de amor que tenía hacia mi perra (...)
Hasta ese momento no supe la clase de amor que tenía hacia mi perra (...) Foto: Magdalena Giorgio

DÍA 19

En el medio de todo el contexto de la cuarentena mamá dijo que iba al super y al rato cayó en casa con una perra Chihuahua. Muy chiquita, casi recién nacida, subió primero a mi cuarto. La tenía escondida entre la ropa. Cuando la vi salté, me dio mucha impresión esa mezcla de rata y murciélago con cola que no paraba de temblar.  Rita, así se llama. Ahora pasa el día en mi falda. Parece un bebé y pienso en lo difícil que es ser madre, llevar el cuerpito a todos lados, agarrar las cosas. Dejarlas, no poder lavarse las manos, tener que dejarla en la cuna, volver agarrar. Darse cuenta que las manos son útiles pero que solo hay dos. Una madre debería tener de a cuatro o cinco brazos, después volver a la normalidad. Tantas cosas pasan en el cuerpo de una mujer cuando está a punto de parir, que le crezcan brazos no puede ser tan terrible. El cuerpo humano se acostumbra a todo.

Cuando me fui de casa a vivir a Buenos Aires mamá trajo a Matilda, un caniche blanco de una familia amiga. Unos años después nos quedamos con Toto, su hijo, lo saqué de su panza con mis manos. Tuvo cachorritos en casa, estábamos con mi hermana y mi prima, habíamos vuelto de caminar y de repente Matilda empezó a tener hijitos. Uno, dos, mini renacuajos. Lo único que hice fue ayudarla a abrir las placentas que ella después se comió por instinto como hacen todos los animales. Pero con el tercero Matilda me miro fijo, no podía, no le daba el cuerpo para ser madre otra vez. La mitad de una bola negra ya estaba afuera, no lo pensé y metí la mano, saqué al tercero. Un tiempo después él también se quedó en nuestra casa, le pusimos Toto. Rompí la placenta y se lo di.

A la semana de haber sido casi partera de Matilda bajé a tomar agua y la encontré dura, mi perra parecía una estatua. No se podía ni parar, ni cerrar los ojos, nada. Yo estaba en pijama porque habíamos salido la noche anterior y le grité a mi hermana que bajara, que la perra estaba mal. Muy mal. Salimos las dos con lo puesto directo a una veterinaria. Era domingo, en Concordia los cuarenta grados son la sensación térmica habitual en pleno enero, llegamos a una del centro que de casualidad estaba de guardia. Ni bien revisaron a Matilda le pusieron una inyección. El señor dijo que si no la encontrábamos la perra se nos moría, había dado todo su calcio para mantener vivo a sus hijos. La miré y me di cuenta que estaba llorando mientras la acariciaba, la abracé como pude y le dije que yo estaba ahí con ella, no estás sola. Hasta ese momento no supe la clase de amor que tenía hacia mi perra, no había dimensionado que algo podía pasarle, ni tampoco entendido que Matilda se había convertido en madre.

(...) pienso en lo difícil que es ser madre, llevar el cuerpito a todos lados (...)
(...) pienso en lo difícil que es ser madre, llevar el cuerpito a todos lados (...) Foto: Magdalena Giorgio