La carta que escribió un preso para Soledad Laciar, mamá de Blas Correas: “Esa bala era para mí”

En medio del juicio por el asesinato de Valentino, la mujer publicó el texto que recibió de un reo después de que ocurrió el crimen.

Soledad Laciar en el juicio por el crimen de su hijo Valentino Blas Correas a manos de la Policía de Córdoba (Ramiro Pereyra/LaVoz).
Soledad Laciar en el juicio por el crimen de su hijo Valentino Blas Correas a manos de la Policía de Córdoba (Ramiro Pereyra/LaVoz).

Soledad Laciar, mamá de Blas Correas, publicó un posteo en redes sociales que rápidamente se hizo viral por el tenor de su contenido. La publicación fue hecha previo a la declaración del exministro de Seguridad, Alfonso Mosquera, en el juicio por el asesinato del joven.

La carta publicada por Soledad pertenece a Rodolfo Matías Castro, alias “El Negro Azul”, un delincuente que afrontó varias condenas por distintos hechos de inseguridad ocurridos en Córdoba.

Qué dice la carta de un preso dedicada a Blas Correas

Esa bala era para mí

Jueves 6 de agosto de 2020, 7:15 de la mañana. Pinta para un día normal, calcado en la rutina de los presos alojados en Bouwer, MX2 Máxima seguridad.

Acabo de despertar. Mi reloj biológico se activa diariamente como un sensor de movimientos. La actividad rutinaria acelera los engranajes del sistema penitenciario.

Me remuevo en el colchón de poliéster, ya gastado de tantos cuerpos que ha cobijado. Hoy es mi sommier.

La jauría de penitenciarios viene a hacer el recuento de presos de cada día. No les puede faltar ni uno. Equivaldría a una pérdida de 37 mil pesos por mes que recibe el sistema político para mantener las cárceles.

Pasan los perros y todo vuelve a la normalidad en el pabellón. Lo mismo de ayer, salvo porque las radios tienen el volumen más alto. Claramente, algo ha pasado.

Las emisoras son varias y se confunden, pero el mensaje es el mismo. Yo mientras, preparo mi mate amargo, todo un rito carcelario, y me preparo para ir a ver las noticias al salón que compartimos todos los internos.

Son 30 pasos los que me separan de ese lugar. Unas 15 celdas. Todas iguales. Todas distintas.

Me detengo al oír la voz en una de esas radios. La garganta impostada del locutor destilaba indignación: “En un confuso episodio, la Policía habría matado a un adolescente de 17 años en un control de tránsito” son las medidas palabras del hombre que anuncia esa tragedia.

Hago silencio y detengo la marcha. Escucho hacia afuera, escucho hacia adentro. Imposible no hacerlo. Retomo el trayecto y me apresuro para ubicarme en los bancos de hierro revestidos de metal desplegado. Cada vez que me siento en ellos maldigo al tipo que los diseñó, seguramente pensando en que fueran el castigo que realmente son.

Pese a todo, logro acomodar el cuerpo mientras intento atender a las noticias, que ahora llegan por la tele. A Bouwer sólo llega la señal de Canal 8, que tiene la antena a pocos kilómetros de ahí. Los otros dos canales de aire son una causa perdida. Pero entre todos pagamos la cuenta de DirecTV y por ahí vemos las noticias que llegan de Buenos Aires.

Mientras dejo reposar la yerba, ya cebada, le presto atención sólo por encima a las clásicas novedades sobre la pandemia. Hasta que cambia el eje de la información y pasan a cronicarlo sucedido en Córdoba, con el inconfundible zócalo: “Gatillo fácil en Córdoba. Policías asesinan a un adolescente de 17 años en un control policial”.

Otra vez silencio. Observo alrededor y sólo veo la mirada de mis compañeros ante una noticia local en la TV porteña. No es común.

Común para nosotros, los que transitamos este submundo, es que la policía mate.

Miro hacia atrás y sólo veo rostros duros, curtidos. Rostros pálidos, casi de aspecto mortuorio. Blancos por el encierro pero de templanza erguida. Duros de quebrar. Rostros en los que no se percibe contemplación; a la piedad la dejaron de lado cuando el Estado los sepultó en este galpón.

Pero sí se percibe la soledad de sus pensamientos. La falta de expectativas. Saben que han perdido contra un sistema cruel, morboso en sus actos. Derrotados por una justicia instruida por la misma policía, que acaba con la vida de un pibe y con ello petrifica de modo perpetuo el dolor en una madre, en toda una familia, que hasta el momento de la detonación de esa bala siniestra destrozara la vida de Valentino.

Yo estaba perplejo. La bombilla me pegaba en la cara sin que yo atinara a nada. No lograba mantener algo parecido a un equilibrio mental.

Es imposible no imaginarse ese momento crítico. Es imposible no sentirse atravesado por imágenes y momentos de mi vida.

Repaso acciones de mi historia como asaltante. Milisegundos en los que el susurro de una bala a centímetros de mi cabeza era simplemente parte inherente del camino, el mal camino, que uno eligió. O era sólo el efecto colateral de un robo consumado que pudo haber terminado muy mal.

Busco una vez más comodidad en el banco de hierro abulonado al piso. Naturalmente no la encuentro. Pero lo que incomoda ahora es esa noticia. Esa muerte incorrecta.

Entonces busco entre los muchachos algún rostro que me devuelva ese pensamiento. Busco como quien busca a un familiar en un cine, sólo que esta vez no es una sala alfombrada, sino que es el tétrico salón de una cárcel, con un televisor primitivo, transmitiendo esa noticia indigerible.

Busco y encuentro miradas ante esa noticia. Busco que alguien diga algo, que condene, que sulfure bronca, que insulte a los de siempre. Busco desprecio ante lo que acabamos de ver.

Busco todo eso convencido, porque el preso lleva ese peso del odio social. Odiar a la sociedad. Culparla de nuestras culpas. Pero esta vez no lo encuentro.

Tengo 54 años. De toda esa vida, casi 30 los pasé en prisión. Una vida perdida por una escalada de condenas. Juro que en todo ese tiempo jamás presencié tanto silencio. Un silencio de dolor.

En estos hombres que justamente parecieran carecer de dolor, en estos hombres vacíos como un envase, secos de lágrimas, derramados en soledad, no había más que silencio. Silencio ante el dolor ajeno.

-¡Qué hijos de puta!- me dice un compañero de desgracia. -Cuando se topan con nosotros en un control, se rascan la nuca como el Chavo. ¿O no, Negro?- me interpela un tipo con larga trayectoria en este camino de miserias.

Le pego otro sorbo al amargo y aspiro, como quien busca en el fondo del mate algún pensamiento que explique esa angustia.

Pienso en esos pibes, ingenuamente reunidos esa noche. Sólo para verse. Y me imagino a mí mismo como un pasajero más del Fiat Argo. Como si los estuviera viendo en esa huida. Veo el miedo en sus caras. Veo la adrenalina correr en esos minutos fatales.

Y entonces escucho los destellos de los vidrios trizados por las balas. Y siendo la inconfundible melodía oscura del trayecto del metal, hasta incrustarse en el cuerpo de Blas.

Imagino los gritos, percibo el miedo. Inhalo la confusión, el caos de esos pibes en la carrera de huir sin saber que lo hacían de un cazador disfrazado de policía.

Blas no se había percatado que ese sicario vestido de azul le acababa de amputar su existencia en esta vida. Miro hacia atrás y lo veo al maldito cobarde, tan claro como el agua de un arroyo serrano. Tan claro que se ubica en la posición de un arquero zen para el disparo.

-Cobarde-, murmuré. -¡Cuántas veces te habrás cruzado en mi camino y no tenías esa postura. ¡Más bien te arrastrabas como una rata cuando te respondíamos los balazos! ¿Por qué? ¿Por qué no te guardaste esa bala para mí, para gente de nuestra calaña? ¡Con nosotros te tendrías que haber tiroteado, basura! No con ese pibe indefenso-.

Lo siento, pero no puedo parar de interpelar a ese tipo tan cobarde.

-Nunca te atreviste a controlar nuestras caras curtidas en los autos de alta gama. Vos sabías muy bien, y lo sabían tus duplas, que esas caras, o que yo mismo, portamos pistolas que ustedes temen: las Glok 40 o las mismas Thunder 9 mm que nos venden tus perros mayores. Esos mismos perros que te enseñaron a frenar y a urdir en el acto un plan pasa salir limpio. Plantar un revolver oxidado. Y echarle la culpa a los pibes por esa muerte.

-¿Por qué no me pegaste a mí? Esas balas de tu cargador son para los delincuentes. No para un pibe y sus amigos que festejaban la vida, esa vida que en sólo segundos vos te creíste con derecho a cortar. ¿Por qué no me mataste a mí, que en algún punto lo merezco?

No hay respuestas. Lógicamente. Pero yo no puedo dejar de pensarlo: Esa bala era para mí.

Vuelvo al punto de inicio mientras tomo otro mate y pienso en esa madre y el vacío que llevará en el alma para toda la vida.

Es una lucha que recién comienza. Y mejor que estén preparados para sufrir la embestida de una madre que hará temblar los cimientos del edificio de la policía, y también los de la política, como un terremoto en su mayor escala.

Sólo me queda levantarme con mi mate y volver a la celda, a dialogar otra vez con mi soledad, y a debatir todo lo irracional que se ha vuelto la vida.

No pida gestos de humanidad, señora. No los va a encontrar entre quienes no tienen nada de humanos. Sólo me queda acercarle mi más sentido pésame.

Rodolfo Matías Castro, alias el Negro Azul.

Bouwer, 23 de agosto de 2020.