Colorinches tresarroyenses: El flaco de la bicicleta

Eran aún tiempos de vendedores ambulantes. Lecheros, Afiladores, Heladeros que pasaban cada semana por los barrios, y entre ellos, había uno muy particular.

vendedores ambulantes antiguos
vendedores ambulantes antiguos

Eran otros tiempos, tiempos en los cuales el lechero, con su gorra vasca y sus tachos de aluminio sobre un carro de madera de tres bandas, tirado por un caballo gastado y blanco que vestía anteojeras de cuero, pasaba casa por casa.

Tiempos en los cuales los cuchillos y las tijeras se preparaban de antemano, advertidos por la característica musiquita del afilador que viajaba desde lejos desprendida de una pequeña armónica de plástico, que con el tiempo aprendí que se llamaba Chiflo.

Afilador en bicicleta (Foto. facebook/locos recuerdos)
Afilador en bicicleta (Foto. facebook/locos recuerdos)

Eran tiempos que, cuando el verano estaba instalado alto en el cielo, esperábamos ansiosos cerca de las 3 de la tarde el silbato del heladero que todos los días, sin falta pasaba por casa con su bicicleta de reparto.

Eran tiempos de sifones de vidrio y damajuanas de cinco litros en los porches de las casas.

Tiempos de vendedores que cargaban sobre sus hombros plumeros y escobas y tocaban timbre en toda la cuadra.

heladero ambulante
heladero ambulante

Durante más de 20 años aquel flaco desgarbado, de calvicie frontal que pintaba de negro azabache los pocos cabellos que le quedaban, recorrió la ciudad con su bicicleta de caño alto de un color rojo gastado por los años.

Debajo de su bigote, apretado entre los labios, un infaltable cigarrillo que pitaba con voracidad. Cada semana tocaba el timbre de mi casa siempre puntualmente los días miércoles y pasado el mediodía y, al ser atendido, saludaba atentamente con su sonrisa de pocos dientes.

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En más de una ocasión me tocó atenderlo no solo en mi domicilio sino también en la casa de mi abuela donde su inmodificable rutina lo llevaba a golpear la puerta los sábados por la mañana.

“Buenas tardes señora, ¿Tiene algo?” era su pregunta habitual, luego se marchaba con suerte o sin ella, montando su bicicleta que siempre dejaba apoyada sobre el cordón de la vereda y se perdía en su recorrido por las mismas calles.

Nunca claudicó en su intento, semana tras semana, año tras año, feriados o días laborables, con sol o lluvia, el flaco de la bicicleta siempre aparecía, con su compromiso y la responsabilidad ineludible de la vieja escuela laboral.

Fue un olvido de mi madre lo que hizo que ella confiara por primera vez en la capacidad para el trabajo que ese hombre ofrecía. Como caído del cielo apareció aquel mediodía a tocar el timbre una vez más. Mi madre le entregó una bolsa no sin antes advertirle que la necesitaba de regreso esa misma tarde. “quédese tranquila señora, antes de las ocho de la noche vuelvo” – esas fueron sus palabras y luego guardo el bulto en el porta paquete de la bicicleta.

Viejo carro lechero (foto: Facebook/ loco recuerdos)
Viejo carro lechero (foto: Facebook/ loco recuerdos)

Aquella tardecita, mientras jugaba en la vereda de mi casa, lo vi regresar a la hora estipulada pero ajena a su rutina. Mi madre quedó satisfecha con el trabajo, pagó por su servicio y le entregó un extra por la urgencia de su pedido cumplido con creces. Antes de retirarse ese flaco tuvo tiempo de echarle aire a mi pelota con el inflador de su bicicleta.

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Desde aquel día siempre hubo algo para entregarle al “flaco de la bicicleta.” Durante más de veinte años siguió acudiendo a la cita pedaleando cada vez más despacio por el paso del tiempo.

Un día ya no regresó. Quizás su cuerpo gastado dijo basta, quizás fue su bicicleta o quizás los dos al unísono decidieron que ya era tiempo de recorrer otras rutas… más altas y más lejanas.

Nunca supe su nombre. Hoy, más de treinta años después, al reflotar su recuerdo, juego a encontrarle un nombre que cuadre con su cara: Carlos, Roberto o Demedio fueron las opciones que elegí.

Apelo pues, a la memoria de los lectores: Si alguna vez un flaco desgarbado, de calvicie frontal que pintaba de negro azabache los pocos cabellos que le quedaban, con un bigote negro y un cigarrillo apretado entre los labios, montando una bicicleta de caño alto y de un color rojo gastado por los años, tocó el timbre de vuestra casa, y siempre con suerte o sin ella les regaló una sonrisa de pocos dientes, ¡escríbanme, díganme su nombre! Quiero darle identidad a quien fue para mí, por siempre y para siempre, EL TINTORERO.